Cuando
la Unión Latina
me contó que se disponía a publicar un libro sobre locuciones jurídicas
latinas, sentí un gran entusiasmo: siempre me ha gustado el latín e incluso me
he divertido escuchando en el automóvil cassettes de aprendizaje de
latín, en vez de aburrirme a solas en cada semáforo o de destrozarme los oídos
y el gusto oyendo en la radio la llamada
música “moderna” o el hígado y el sentido
común escuchando las noticias políticas.
Pero mi entusiasmo sufrió
un duro revés. Me encontré con un connotado abogado peruano a quien le conté
esta novedad. Y la reacción del colega fue radicalmente diferente:
"¿Latín?", me dijo con una cara que era una mezcla de incredulidad y
de desprecio. "¿Y para qué? ¿De qué le puede servir el latín a un abogado
moderno, ahora que estamos en las puertas del S. XXI? ¡Dile a la Unión Latina que en
todo caso publique una obra sobre francés jurídico, pero no de latín! Quizá a
los abogados intelectuales les gusta eso, pero los profesionales tenemos que
aprender lenguas modernas...".
Y, sin embargo, ese
abogado amigo mío no tenía razón. Conocer algo de latín no solamente es un
testimonio de agradecimiento a los notables juristas romanos que abrieron el
camino del Derecho tal como lo ejercemos hoy sino que además es un magnífico
ejercicio mental y hasta un conocimiento indispensable en ciertas ramas del
Derecho, particularmente cuando se quiere desarrollar una actividad
internacional.
Es verdad que en otros
tiempos el latín fue mucho más importante que hoy para los abogados. En la
medida de que el Derecho aplicable era el Corpus Iuris Civilis, no cabe
duda de que había que aprender latín para poder aprender Derecho. Más tarde,
los Estados nacionales que comenzaron a esbozarse en la Baja Edad Media y los
poderes locales que se oponían a la idea de Imperio, fueron abandonando los
cuerpos jurídicos romanos y optando por leyes nacionales o regionales que se
expresaban en la lengua romance o germánica del lugar: italiano, francés,
castellano, flamenco, etc. Incluso, dentro de esta pugna política contra el
Imperio, en muchos lugares de Europa se llegó a prohibir que se citara el
Derecho Romano como vigente, debiendo utilizarse para resolver los conflictos únicamente
el Derecho promulgado por los reyes y otras autoridades feudales. En estas
circunstancias, los juicios comenzaron a llevarse también en la lengua del
lugar, abandonando el latín.
Sin embargo, todavía el
latín seguía siendo indispensable para los juristas. Los comentaristas y
teóricos del Derecho seguían escribiendo sus libros en latín; y,
consecuentemente, los estudiantes de Derecho tenían que saber latín. El Derecho
Romano, si bien ya no estaba vigente oficialmente, se mantuvo en la consciencia
jurídica europea como un Derecho culto, más académico, con más profundidad, más
orgánico, frente a un Derecho circunstancial y popular constituido por las
esporádicas leyes del momento. Es así como se creó la consciencia de que, pese
a los nacionalismos, existía un ius commune, un Derecho común a toda
Europa que, cuando menos a nivel de principios, estaba por encima -aunque no
tuviera validez formal- de los Derechos nacionales y locales.
En el Perú virreynal, el
Derecho todavía se enseñaba parcialmente en latín, como una secuela anacrónica
de la enseñanza medieval del ius commune. Sin embargo, es probable que
sólo los alumnos más aplicados aprendieran suficiente latín; los otros se
contentaban con repetir frases hechas cuyo significado conocían vagamente pero
que daban la impresión de una gran cultura jurídica ante los Tribunales. He
revisado procesos judiciales de la época del Virreynato y he encontrado en
ellos un gran número de citas pretendidamente del Derecho romano escritas en un
latín macarrónico, con absoluta independencia de las reglas gramaticales
latinas. Muchas de esas citas han "macheteado" el latín a tal
punto que casi no se comprenden; para saber lo que
quisieron decir los litigantes que las usan, es preciso repensarlas desde la
perspectiva de quien no tiene idea de lo que está escribiendo: sólo así es
posible separar palabras que no debían estar unidas, juntar palabras que no
debían estar desunidas y recomponer la ortografía hasta encontrar el texto
original. Nada se diga de los casos o declinaciones que son tan importantes en
latín porque dan el sentido a la frase y que, sin embargo, no parecían
preocupar demasiado a nuestros abogados prácticos virreynales. Todo ello denota
que el abogado común en el Virreynato no conocía mucho de latín y repetía la
cita que alguna vez había escuchado en la Universidad en forma
mecánica, con mala memoria y sin saber si era gramaticalmente correcta.
Pero aun eso desapareció
en el S. XIX. El latín quedó marginado en el cementerio de las lenguas muertas.
La enseñanza del latín en los colegios y universidades fue vista como carente
de significado práctico. Se llegó a decir que la enseñanza del latín no sólo
era innecesaria sino incluso perjudicial porque, al recargar la mente del
alumno, le mina la inteligencia, desalienta los estudios y lleva a que muchos
abandonen totalmente el colegio.
Y, sin embargo, los
abogados no podemos desentendernos fácilmente del latín: a cada instante nos
vemos obligados a usar el latín para expresarnos.
Paradójicamente, es en los
países de common law ‑y, particularmente en los Estados Unidos de
Norteamérica‑ donde el uso por los juristas de palabras en latín es más
frecuente; incluso más que en los países cuyo sistema jurídico es una herencia
directa del Derecho romano. Expresiones como certiorari, ratio
decidendi, stare decisis, obiter dictum, forman
parte del lenguaje común del abogado norteamericano y las va a tener que
encontrar todo abogado peruano que quiera ejercer en asuntos que superan la
frontera del Perú. En los Estados Unidos, a ciertos mandatos de ejecución de
sentencia dirigidos al "sheriff" o jefe policía se les llama
usualmente scire facias, es decir, "hagas saber que..."; la
orden de comparecencia se llama oficialmente venire facias, o sea,
"hagas venir"; los actos de los órganos de gobierno de una empresa
que exceden su poder, se llaman ultra vires, esto es, "más allá de
sus fuerzas"; una póliza de seguros de amplia cobertura se le dice "umbrella
policy" o "póliza sombrilla". Y en el mundo anglosajón no sólo
se usa el latín para la terminología directamente jurídica sino también se
emplean palabras latinas a lo largo del escrito o del discurso jurídico con el
objeto de darle más elegancia. Así, por ejemplo, en los informes ante las
Cortes en los Estados Unidos se utiliza scilicet en el sentido de
"Es claro que...", con lo cual se inicia el desarrollo de un
argumento más preciso. O también se habla de una "scintilla of evidence"
o "chispa de evidencia" para significar un atisbo de prueba. De
manera que, no son solamente los idiomas latinos los que han recibido la
influencia del latín, sino que también la latinidad ha invadido el inglés
jurídico.
Es importante hacer notar
que gran parte de las palabras más modernas y más técnicas del inglés, aquellas
vinculadas con la informática, derivan antes del latín que de las raíces
lingüísticas germánicas. Por ejemplo, la palabra "computadora", que
viene del inglés "computer", es en realidad una derivación del
verbo latino computare, que significa "contar" o
"calcular". La palabra inglesa "delete" -que
significa borrar lo escrito en la computadora- ha dado origen en castellano a
un verbo espúreo que es "deletear". Sin embargo, una vez más, esto no
es una forma de colonialismo cultural sajón como algún paranoico
anti-norteamericano pudiera creer, sino que, por el contrario, es el resultado
del imperialismo cultural del latín sobre el inglés: "delete"
viene del verbo latino delere, que significa precisamente borrar. Todos
recordamos la famosa frase de Catón en el Senado romano al declarar la guerra a
Cartago: Delenda est Cartago!, es decir, "¡Hay que borrar a Cartago
del mapa!". Y la palabra inglesa "delete" evoca su origen
latino al escribirse exactamente igual que la expresión romana Delete!,
que es la segunda persona del imperativo del verbo borrar: "¡Borra!"
El Derecho peruano ‑al
igual que los Derechos latinoamericanos y los europeos continentales‑ utiliza
ciertamente palabras latinas para designar algunas instituciones y situaciones.
Todos los abogados conocemos lo que significa res iudicata (cosa
juzgada), onus probandi (carga de la prueba), presunción iuris tantum
(en la medida que se tenga derecho, es decir, que admite prueba en contrario),
presunción iuris et de iure (de derecho y sobre derecho, esto es, que no
admite prueba en contrario), y tantas otras. Además, es frecuente que
recurramos a adagios. Durante siglos, comenzando con el período clásico de
Roma, luego el Imperio, más tarde Justiniano y los juristas orientales en
Constantinopla y, particularmente, en la Edad Media , se han venido acuñando miles de
adagios que resumen y concentran la sabiduría jurídica. Y a cada instante, en
el ejercicio de la profesión, tropezamos con estas frases latinas que nos
ayudan a expresar mejor nuestras ideas.
El latín es un idioma que
tiene la ventaja de decir las cosas de manera muy concreta y elegante. Por
ejemplo, los romanos no creían en el daño moral ni en el daño a la persona sino
únicamente en el daño material. Por consiguiente, para significar que el daño
reparable tenía que ser causado materialmente, decían -con esa
sencillez y eficiencia lingüística que es propia de la galanura del latín- que debía ser corpore corpori, es decir, "por el
cuerpo y al cuerpo". Observen la concisión y la riqueza de esas cuatro
categorías de contratos que reconocía el Derecho romano: do ut des, facio
ut facias, do ut facias, facio ut des: "doy para que
des" (como en la compraventa, donde doy dinero para que me des una cosa
que quiero comprar), "hago para que hagas" (como en el ahora llamado
contrato de joint venture, en el que hago mi parte para que tu hagas tu
parte en un negocio), "doy para que hagas" (como en la locación de
servicios, donde doy una cantidad de dinero para que realices un trabajo), y
"hago para que des" (que es la misma figura vista a la inversa, donde
presto un servicio par que me des una cantidad de dinero). Pensemos también en
la simplicidad de expresión y en la profundidad de sabiduría que se advierte en adagios tales como mater semper certa
(la madre siempre es cierta), mientras que pater is est quem nuptiae
demostrant (el padre es aquel a quien el matrimonio muestra que es el
marido). O por ejemplo la forma de decir que existe separación de bienes dentro
de la sociedad conyugal pero que ello no implica una separación de los esposos:
Corpora communia sed non pecunia. Obsérvese también esa frase lapidaria
de Paulus que, para perdonar el error, exige que la persona haya hecho todo de su parte para no errar: [Ius] nec stultis
solere succurri, sed errantibus (el Derecho no ayuda a los tontos sino a
los que se equivocan)
En consecuencia, resulta
útil muchas veces recurrir a los adagios clásicos para analizar situaciones
modernas. Pero si vamos a usarlos, tenemos que usarlos bien, propiamente
estructurados desde el punto de vista gramatical y correctamente escritos en
materia de ortografía. Nada hay más deslucido que recurrir a frases o palabras
en un idioma extranjero y cometer errores al hacerlo. Lamentablemente, el latín
se presta para que se incurra en gruesos lapsus debido a la complejidad
y a las sutilezas de sus concordancias.
Me permitiría recomendar
que, aunque parezca anacrónico, se estudie el latín como idioma. Y esta
recomendación vale no sólo para hombres de Derecho sino para todo hombre culto
en general.
La complejidad del latín,
la inteligencia de sus construcciones, la riqueza de sus expresiones, lo
convierten en un excelente ejercicio mental que lleva a aguzar el
entendimiento, a desarrollar el espíritu de análisis y de observación, a
cultivar la atención; y la elegancia y concisión de su sintaxis alejan de la
charlatenaría y desarrollan el buen gusto. No cabe duda de que éstas son
cualidades indispensables para toda persona que quiere dedicarse seriamente a
las cosas del intelecto.
Un matemático famoso
decía: "Denme un buen latinista que yo haré de él un buen
matemático". Hace algunos años, el Gobierno de Brasil
contrató una consultoría de tres eminentes matemáticos de renombre
internacional, para que hicieran recomendaciones sobre la enseñanza de las
matemáticas en ese país. Estos eran Gleb Wataghin, profesor de mecánica
racional y de mecánica celeste, Luigi Fantapié, profesor de análisis
matemático, y Giacomo Albanese, profesor de geometría. Los consultores
emitieron un informe en el que indicaban que era mejor enseñar menos
matemáticas en el colegio y más latín, para poder enseñar buenas matemáticas en
la universidad. Estos científicos manifestaron en su informe que se encontraban
impactados por la pobreza del raciocinio y la falta de coherencia del alumno
brasileño. Por eso las matemáticas se reducían al aprendizaje memorístico de
fórmulas que los alumnos sabían aplicar, pero no entendían su origen racional.
Para suplir ese defecto de razonamiento, los matemáticos preferían que se
enseñase latín en la escuela en vez de tanta matemática, a fin de formar
adecuadamente la cabeza de los futuros estudiantes universitarios de
matemáticas[1].
En otras palabras, estos
matemáticos pedían que los alumnos tuvieran una base fuerte de lógica práctica,
una mente preparada para el razonamiento estricto; y esto, pensaban que era
proporcionado por el latín. ¿Podemos pedir menos para los abogados? ¿O para los
hombres cultos en general?
Espero que esta invocación
no sea una vox clamantis in deserto sino que cuando menos promueva la
curiosidad por una lengua que, aunque se dice muerta, está sorprendentemente
viva y presente en nuestra vida diaria.
Fernando de Trazegnies G.
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